Por fin ha llegado la Primavera y con ella el buen tiempo.
Los días se nota que alargan sus horas y pasear en las tardes soleadas es un
placer que a todos nos gusta realizar.
Atrás quedan las sentadas en el saloncito viendo la tele sin
poder salir a la calle y, como hay tiempo para mucho, algunos recordaran lo duros que fueron los inviernos de no
hace tantos años. Tampoco el tiempo de ahora es igual que el de antaño, aunque quizás
no lo apreciemos mucho debido a que, actualmente, las viviendas de ahora están mejor acondicionadas
que las que tuvieron nuestros padres. El progreso de estos años ha sido tan
grande que basta mirar a nuestro alrededor para ver la cantidad de aparatos
eléctricos que nuestras mujeres a lo largo del día utilizan.
La Cruz del Nazareno pasa junto a los balcones de la calle Mayor.
Así es como
se vivía sin apenas protestar por nada, aunque había un remedio buenísimo para combatir las bajas temperaturas, el cual merece ser recordado. Nos
referimos al brasero de picón, un recipiente de chapa galvanizada, lleno de brasas candentes, con dos asas para
no quemarte. Normalmente se colocaban bajo la mesa, en un soporte de madera al
que llamaban tarimilla, donde se
incrustaba el brasero. Las amas de casa, para proteger que nada cayese sobre
las ascuas, utilizaban la alambrera como barrera protectora, no faltando a su
lado su fiel compañera la badila como reina soberana, única capaz de lograr que
el frío se alejase del entorno de los que estaban sentados a la mesa. Seguramente
que muchos de nosotros recuerda haber escuchado alguna vez la famosa frase para
que alguno de los presente “echara una firmita”, lo que es lo mismo, que con
badila moviesen las brasas, ya que al oxigenarse enrojecían.
Los braseros además de calentar la casa, creaban puestos de trabajo para los
jornaleros de una industria artesana donde, cuantos querían, en caso de
no tener otro trabajo mejor remunerado, se colocaban. Bastaba con tener un
burrito de carga y salir a la sierra, un paraje cercano, donde las jaras no
faltaban. Indispensable que por el lugar corriese el agua de un regato cercano para coger la que necesitarían
durante el proceso de combustión y volver al pueblo con los sacos cargados
dispuestos para su venta.
Durante los meses de invierno, en cada casa de vecino, los
braseros se encendían desde por la mañana. Para hacerlo, había que practicar
todo un arte, por ello se utilizaban fórmulas diferentes. Soplando con un
cartón. Con un soplillo y poniendo encima unas cuantas de brasas arropadas con
un trozo de papel de aluminio, aunque la
mejor y la última era colocando encima un tubo cilíndrico. Después, una vez encendido, se arropaba con cenizas de la vez anterior y
a disfrutar de la mejor fuente de calor que existía bajo una mesa camilla, sus
faldas de diversos colores y el famoso tapete de hule, en la mayoría de los
casos xerigrafiado con el mapa de España.
Bajo aquel hule
tan familiar, que apenas se retiraba de la mesa un momento para sacudir las
migas de pan que habiesen caído durante la comida, había toda clase de
historias. Se guardaban las cartas de la correspondencia de los familiares, el
recibo de la luz, las fotografías que enviaban los que estaban fuera, los
apuntes que se iban haciendo de cosas que se debían, y hasta se anotaba en un
papel y se guardaba, el día que alguno de la familia le tocaba ir al médico.
Levantando el hule aparecían las intimidades de la familia, parte de la memoria
y los recuerdos casi olvidados.
Por ser el lugar
más caliente de la casa y con la idea de que no cogieran frío, las madres
subían a los pequeñines encima de la camilla, donde les cambiaban la muda y, cuando una persona enfermaba guardando cama,
si tenía ganas de levantarse, la acercaban hasta la camilla, la sentaban en el
sillón y le echaban algo de abrigo por
los hombros y allí se recuperaba mucho
mejor que en el húmedo y frío dormitorio.
En la camilla rodeada de sillas y sillones comía la familia y
se reposaba después. En la misma sala solía haber otra mesa auxiliar apoyada en
la pared, donde estaba el aparato de radio: un armatoste de madera con cristal frontal con un dibujo en el centro en
forma de circulo con los nombres de las emisoras a su alrededor y una aguja que
se movía a voluntad. En la parte de
abajo había unos botones con el filo dorado que eran los mandos.
Aparato de radio.
Después del diario hablado de noticias, al que llamaban “el
parte”, y que siempre era el mismo en cualquier
emisora que se sintonizara, los oyentes escuchaban los discos dedicados. A
veces entre canción y canción pasaban
minutos, que los locutores consumían dando pueblos y nombres de personas a las
que otras personas les dedicaban el mismo disco. Este programa en la radio tuvo
tanto éxito que en cada pueblo había un agente comercial encargado de cobrar y
enviar los mensajes a la dirección de la emisora. Los textos que las ondas
emitían, eran especies de maqueta
cambiando solamente el nombre de las personas, más o menos eran así:
--En La
Codosera, en el día de su cumpleaños, para Fulanita la niña más bonita, de sus
padres que la quieren mucho y deseándole
que cumpla muchos más.
Escuchando la radio las señoras tomaban café, y la que
quería, bollos de leche. Las vecinas se visitaban llevando con ellas la costura
y el ovillo y las agujas de hacer punto. Se emocionaban con los seriales y
disfrutaban oyendo el programa de discos dedicados. Con la sintonía de “Yo soy aquel negrito del África tropical…”,
que era la marca que patrocinaba el serial, las mujeres dejaban de hablar y les
daban vueltas al botón, elevando el volumen del receptor.
--!!Vamos anda!! ¡Arrímate al brasero!
Se le decía al
visitante, al vecino y al amigo que llegaba, y todos les hacían un hueco para
que se apretujaran alrededor de la mesa,
porque allí cabía todo el mundo.
Sentados al brasero, en círculo, sobre la mesa redonda, las
familias y conocidos se miraban unos a los otros, frente a frente, mirándose a
los ojos, en francas tertulias donde se hablaba de todos o casi de todo lo que
había sucedido durante el día. Unos a otros se sometían al juicio de los
presentes donde los mayores opinaban y los pequeños callaban por no tener voz
ni voto. A la camilla se sentaba el novio de la hija recién llegado y no le
quedaba otra que someterse a la disciplina de la familia. También llegaban cada
tarde las vecinas a rezar el rosario con
la dueña de la casa. Y los que no faltaban cada tarde, al anochecer, eran los
amigos y amigas de los hijos de la familia donde, para entretenerse los unos
con los otros, jugaban al parchís, a la oca, a las prendas o al veo- veo.
Al calor de brasero, casi todo lo que había era bueno, aunque no faltaban sus inconvenientes, en especial, cuando alguna persona recién llegada y arrecia de frío ponía
encima la famosa zapatillas de suela de
goma y no se daba cuenta. Pasado un rato olía mal en toda la sala y la gente
saltaba de la silla protestando, ya que las ventanas no se podían abrir por el
frío que entraba de la calle. Otras veces, el tufo podría ser un excremento del
gato quemándose o un trozo de leña mal carbonizada. La solución inmediata era
que había que sacar el brasero a la calle hasta que los malos olores desaparecían.