jueves, 11 de abril de 2013

LAS CAMPANAS




           


LAS CAMPANAS
               
El campanario de la iglesia parroquial. 

           
         Recientemente, en un comité oficial reunido en Rabat, la Unesco ha declarado el toque manual de campanas en territorio español como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

        La campana es uno de los instrumentos musicales que perdura en el tiempo. Su uso procede de Oriente y  fueron los primeros cristianos quienes las introdujeron en España.  Su popularidad y tamaño aumentó a medida que se construían nuevas iglesias y monumentales catedrales con grandes torres y bonitos campanarios .

              Dentro del organigrama de templos rurales, el toque de campana fue considerado desde siempre casi un arte. En principio fueron los sacristanes los encargados y cuando éstos desaparecieron, los monaguillos.

              En la España de Posguerra, el peso que tuvo la iglesia católica en la población española fue muy importante y por ello a los actos religiosos se les daba un trato preferencial. Esta deferencia hacia las actividades eclesiásticas, el pueblo llano lo apreciaba por la cantidad de veces al día que las campanas sonaban.



Las campanas de la iglesia. 


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              Cualquier día de la semana, desde siempre, con el toque de campanas se convocaba a los fieles para asistir a  la Santa Misa. A las doce el Ángelus, que solía rezarlo cada cual allá donde estuviere y por la tarde la llamada era para asistir al Santo Rosario. Eran toques fijos pero había otros circunstanciales. por ejemplo,  sonaban cuando el sacerdote abandonaba la iglesia para asistir a un enfermo y no dejaba de hacerlo hasta que regresaba con los Santos Óleos. Éste toque, hoy ya desaparecido, es uno de los sonidos  tristes por cuanto el vecindario intuye que alguien de sus conocidos se encontraba grave de salud y próximo a fallecer.  En este caso los monaguillos que acompañaban al clérigo no paraban de tocar la esquila por las calle mientras que los transeúntes, al paso de  los Santos Sacramentos, adoptaban la posición de rodilla en tierra, descubriéndose los hombres y santiguándose las mujeres. 

              En caso de algún fallecimiento, se le comunicaba a la parroquia y ésta a los vecinos a través del toque, doblando las campanas.






           Ermita de la Vgen de la Luz. (Cementerio), con su campanario.

           Aparte de la Misa diaria obligatoria para cualquier sacerdote, domingos y festivos celebraban algunas más, a la que, por su espectacularidad, a una, se le llamó Misa Mayor. La forma de anunciar a los fieles que era festivo y por tanto obligación de asistir al culto, se realizaba con un sonoro repique de campanas.

              Asistir a Misa de Doce en los pueblos rurales era, en la España llamada del nacional catolicismo, además de un precepto, un acto social muy importante a la que asistían sin excepción, las autoridades locales, los maestros, los niños a partir de haber hecho la primera comunión, algunas señoras casadas, la mayoría de jóvenes y casaderas y un nutrido número de hombres y jóvenes. Autónomos, obreros y jornaleros de cualquier actividad solían trabajar todos los días de la semana, incluidos domingos y festivos por lo que difícilmente podían cumplir con este precepto religioso.  Durante la liturgia, las mujeres ocupaban los bancos delanteros y un par de ellos, en la parte de atrás, reservados para los hombres. Con tan poco espacio, estos últimos, la mayoría, se quedaban de pie. 

Ermita de San Miguel, con su campanilla.
 


                Además de los bancos normales, se podían ver los llamados reclinatorios propiedad de señoras del pueblo que, costeados con su dinero, los habían encargado al carpintero. Para no entorpecieran el paso, se colocaron en lugares donde no dificultar el paso. Fueron lo que se llamó un mueble de rezo,  un asiento pequeño y bajo, construido de madera ornamental, equipado con un pasamanos para apoyarse y, además con una pieza acolchada sobre la que se arrodillaban. Solían ser diferentes los unos de los otros para ser identificados fácilmente por sus dueñas. La propiedad se respetaba y nadie que no fuere el suyo, lo utilizaba.

              Según corrían los días del calendario, como una excepción, en Semana Santa, las campanas quedaban mudas por el sentimiento de  la muerte de Cristo, donde,  hasta los cencerros que portaban reses, cabras y ovejas, sus dueños se los despojaban. La matraca fue su sustituto. Los monaguillos delante y la chiquillería detrás, recorrían calles y plazas gritando a coro, --¡El primer toque para la procesión!,  entre el tronar de los hierros retumbando sobre las tablas.

            Y así fue como antaño comenzaron a construirse estos instrumentos musicales, hechos con tablas de maderas con bisagras y herrajes superpuestos, para armar la mayor de la bulla posible.  Dicen que fueron los árabes quienes las introdujeron en España, pero las que hemos visto en otros lugares no se parecen en nada a las que en el pueblo se usaron. La matraca foránea es una especie de carraca con un martillo que va golpeando la tabla cada vez que da vueltas. Las de aquí eran más sencillas, construida con materiales asequibles, una tabla lisa con una abertura como asa, y en el centro piezas de hiero basculantes que, dependiendo de la pericia del niño, sonaban con más o menos intensidad. En cada casa, como mínimo, había una para cada hijo pequeño que se guardaban en el desván y se heredaban de los mayores mayores a los pequeños cuando estos tomaban el relevo.


La torre del reloj y su campanario. 


          Cada campana expresa un mensaje, buenos a veces y en raras ocasiones malas noticias, poniendo en pie al vecindario, tal como ocurrió en La Codosera a finales de los años cincuenta, cuando a media mañana con su repiqueteo sobresaltaban a los vecinos que algo trágico estaba ocurriendo. Efectivamente en pocos minutos todo el vecindario se enteró que la fábrica de harinas, situada a un kilómetro del casco urbano, ardía por sus cuatro costados.

             
              --!! La fábrica está ardiendo!!. , y todo el que pudo salió de casa dispuesto a ayudar. La carretera era un tropel  de personas portando cubos y recipientes dispuestos a terminar con aquella fogarata enorme que devoraban las paredes del complejo industrial. Gracias al canal de agua cercano, la guardia civil pudo organizar una cadena humana, la cual, en ná de tiempo apagaron el fuego La techumbre se quemó junto a todo cuanto en el interior había. La maquinaria había desaparecido y la tragedia se había consumado. 

             Pasaron años y, con el tiempo se inventaron los relojes y los vecinos dejaron de mirar en el horizonte las posiciones del Sol por las cuales se regían sus jornadas de trabajo. La célebre frase de “trabajar de sol a sol”, aún se suele escuchar a pesar del tiempo transcurrido pero, con la precisión que el mundo actual vive, el reloj es un elemento indispensable. 

        Al principio los relojes eran muy caros, casi un lujo tenerlos, así que, en los pueblos, para regular los turnos laborales, los alcaldes no dudaron en ordenar instalar un reloj en las fachadas de cada ayuntamiento. Un gran reloj circular y una torre con su campana que se escuchase en todos y cada uno de los rincones de la población. Y así fue como la campana del reloj alcanzó gran popularidad marcando las horas, los cuartos y las medias, quitándole protagonismo a la campana de la iglesia.

           Con la incorporación de los relojes municipales, el cambio en las vidas de los vecinos fue importante. La comunicación entre el vecindario aumentó, pues había que estar atento cada vez que sonaban las horas, para contarlas, de ahí que muchos refranes populares tengan algo que ver con ellas, como por ejemplo: “echar las campanas al vuelo”,  refiriéndose a dar publicidad de una cosa y que todo el mundo se entere, o “dio la campanada”, en alusión a alguien que hizo una cosa poco corriente y se enteró todo el mundo. También se suele comentar:   “Has oído campanas y no sabes donde”, cuando el que habla no tiene la información completa del tema del que se está tratando. También uno de los juegos de niños que se practicaba y con el que más se divertían era dar la “vuelta de campana”,  aunque en el pueblo también se decía, pegar la gambellota.  Su nombre, como bien indica, es todo un homenaje a aquellas viejas  campanas que giran al aire como un juego entretenido, pero prestando un servicio a los vecinos.

    Tocar las campanas es un arte y así lo ha expresado la Unexco. En La Codosera, antes de mecanizarlas electrónicamente, siempre hubo buenos campaneros. Es un legado que nos han dejado nuestros ancestros y sería bueno fomentar su cultura de una forma más activa. 




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