Así es la vida. Llegó el mes de septiembre y
el pasado día ocho, fallecía un buen amigo, MANOLO MARGULLÓN, conocido por
todos como “ESTRELLA”, un gran
personaje popular. Nuestras condolencias a Anita, su viuda y al resto de
familiares. Descanse en Paz.
Su
larga vida no le fue nada fácil, pues ha fallecido a la edad de ochenta y siete
años, caracterizándose por haber sido un buen hombre, muy trabajador y amante
de su familia.
Nació en una época llena de turbulencias populares, dos años antes de
comenzar una de las tragedias más terrible que le tocó vivir al pueblo español,
La Guerra Civil. Por tanto, fue uno de los
niños llamados popularmente como “los
niños de la guerra”. Años muy duros, durísimos, para los habitantes del
pueblo y también para el resto de españoles.
Vino
al mundo en el seno de una familia humilde, Manuel se llamaba su padre, de
quien heredó su apodo de Estrella
o Estrellina, y su madre
Cesárea, de profesión sastra, una especialidad reservada a los hombres sastres,
pero que había mujeres capaces de igualarlos profesionalmente.
Cuando
le llegó la edad, contrajo matrimonio con Anita, su novia de siempre y los casó
don José Martín, un cura sevillano que estuvo de párroco en el pueblo varios
años. Una boda muy humilde donde al agasajo y al convite no faltaron los
invitados. De la iglesia, junto con el acompañamiento, todos marcharon a
celebrarlo, como era normal por entonces, a su propia casa, una vivienda
alquilada en la calle Rica, donde el aguardiente y los dulces estuvieron sobre
la mesa.
De
esta unión nacieron cuatro niñas, Manoli, desde hace años, emigrante en Palma
de Mallorca, Nieves, lo mismo, vive en el Móstoles de Madrid, Toñi, igual,
reside en Seseña (Toledo) y Anabel, emigrante también, en Palma de Mallorca.
Después llegaron los nietos, seis, Jorge, Noelia, Manuel, Carlos, Eva y
Lucía y, lo más hermoso de todo, la suerte de conocer a sus cinco bisnietos: Hugo,
Nora, Enma, Zoe y Estrella.
Entre sus familiares gente del pueblo muy
conocida. Sus hermanas Julia, Antonia y el varón, Federico, los tres ya
fallecidos. Federico se dio a conocer en los años sesenta por lo bien que
imitaba la voz del cantante Antonio Molina. Y por parte de sus tíos, destacar a
la señora, Angelita la Godoa,
la cual, con cuatro niños pequeños, durante la Guerra Civil, un 27 de agosto
del 36, el día siguiente a la entrada en el pueblo de las fuerzas nacionales,
fusilaron a su marido, un obrero del pueblo llamado Modesto Martínez Carballo, en las tapias del cementerio
local, junto con otros más de veinte compañeros, por el hecho de ser un hombre
con ideas de izquierda.
A Manuel, como a muchos críos de su edad, le robaron la niñez y no le
quedó más remedio que, desde muy corta edad, ponerse a trabajar. A la escuela
no fue y por tanto solo sabía escribir su nombre, que aprendió por su cuenta, A
leer y a escribir, nunca le enseñaron. Tampoco un oficio determinado y por ello,
tuvo que hacer todo tipo de faenas, siempre, allí donde la situación era
propicia. Se colocó, o lo acomodaron, como se decía en aquellos años, en la
casa del señor Alonso Mero, al que llamaban “Vega”, una casa de labor de una de las familias importantes
de labradores del pueblo, donde la mano de obra necesaria era muy amplia. Allí
le mandaban a realizar tareas de todo tipo, a labrar, a segar, a trillar, a
sachar, a darle de beber a las bestias, a conducir carros, a trabajar en la
huerta, coger aceitunas, etc. etc. incluso aprendió a capar los cochinos. Todo
lo que realizaba era del agrado de su patrón, por ello, cada año, en la
festividad de San Isidro, la Hermandad de Labradores y Ganaderos de la
población, entre sus actos programados, incluían el concurso consistente en
echar el surco sobre un terreno baldío, donde se daban cita los mejores
labradores del pueblo. La competición consistía en hacer el trabajo con una
yunta de bestias, y trazar el surco en un espacio acordado. El ganador era
aquel que lograba realizarlo más derecho. Pues bien fueron varios años los que
Manuel ganó este galardón.
Después
de vivir unos años con su mujer, en la calle Ventosa, se cambiaron a otra
vivienda, más cerca de sus padres, en la calle del “Teniente de Regulares Gerardo Gómez”, el nombre de esta
calle, era la de un militar del pueblo que murió en Cáceres en plena Guerra
Civil, víctima del bombardeo de la aviación de la República sobre las instalaciones del Gobierno Militar, el
lugar donde este señor estaba destinado como administrativo.
Y
así iban pasando los años en uno de los pueblos donde la vida era de lo más
tranquila, pero no por eso aburrida. Como ya hemos indicado, mucho antes de
casarse, Manuel trabajaba en una casa situada en la Plaza de la Fuente, el
lugar donde, diariamente, desde por el mañana temprano, a por el agua a la
fuente, acudían las mozas cargando con los cántaros de barro a la cabeza, que
alegraban esta explanada con sus risas y alegrías. Era éste, el lugar de
encuentros para la gente joven. El momento de hablar y comunicarse las parejas
con un guiño o una sonrisa. Manuel, como joven que era, no era ajeno a este
movimiento juvenil.
Ya después de casado, una de sus mayores alegrías fue poderle comprar a
su mujer la máquina de coser. Conocía profesionalmente a su madre, una gran
costurera, y sabía que Anita también aprendería el oficio. A letras mensuales o
como iba pudiendo, se acercó al comercio del señor Leocadio Barroso, que era el
delegado de la marca Alfa, y la máquina quedó encargada.
El tiempo pasaba, la última guerra ya
estaba casi olvidada pero el país no tiraba lo suficiente y, por tanto, se
ganaba muy poco dinero y pagar la máquina le costó sangre, sudor y lágrimas. Así, un día le hablaron de engancharse en una
cuadrilla de hombres y pasar la frontera con Portugal. Por entonces era muy
joven, con veintitantos años y con una hija nacida y otra en camino. El dinero
cada vez era más necesario en casa y lo que le ofrecían otros amigos era poder
vivir desahogadamente y llegar hasta fin de mes sin tener que endeudarse.
Después de meditarlo se lanzó a la aventura y comenzó su trabajo en una
de las empresas del pueblo donde no era necesario que te contrataran. Todo
aquel que tenía valor, era joven, fuerte y audaz, era admitido en el negocio
del contrabando.
Manuel, o Manolo, como cariñosamente le llamaba todo el mundo, se
integró en el grupo de contrabandistas estupendamente y comenzó a destacar por
el conocimiento que tenía del posicionamiento de las estrellas en el
firmamento, un dato muy valioso que los compañeros apreciaron y que, al estar
junto a ellos, en la oscuridad de la noche, sin brújulas que los orientase,
encontrar el camino correcto era primordial. Manolo, echando una mirada al cielo, conocía
cada lugar por donde transitaban, localizando sin confundirse, el camino a
seguir para llegar al destino marcado.
La Osa Mayor
Ruta de los contrabandistas. Parada en el Marco portugués.
Una
vez que hemos entrado en la Unión Europea y las fronteras han desaparecido, ha
sido ahora cuando los vecinos han valorado el esfuerzo tan sobrehumano que
realizaron estos hombres mochileros durante la época de posguerra para llevar un
sueldo digno a casa. Manuel durante los últimos años de su vida no ha parado de
contar a la prensa, incluida la televisión, lo arriesgado de este oficio, donde
ellos llevaban calzadas en los pies unas alpargatas para correr mientras que, los guardias,
que los perseguían, iban bien pertrechados y además con armas para dispararles.
Y
todo esto ocurría por las tensiones habidas entre los dos países, España y
Portugal. Franco y Salazar, durante los cuarenta años que gobernaron ambos
países, no firmaron ni un solo convenio comercial. Ni se compraban unos a
otros, ni se vendían sus mercaderías. La frontera fue durante estos años, un
muro infranqueable de pobreza para que a nadie se le ocurriese pasar ilegalmente.
Ni el café se podía vender legalmente en España ni el pan de trigo, que
fabricaban los panaderos del pueblo, podía ir para allá. Pero, ni el café dejo
de faltar en los desayunos de los vecinos de aquí, ni el pan blanco de harina
(ya que ellos solamente tenían harina de centeno de color negro), faltó en los
hogares portugueses próximos a la frontera. Yo recuerdo como cada día salían de
la panadería de mis padres las bestias con sus angarillas, cargando los panes,
con destino a las cantinas, bares y lonjas, que se habían ubicado
estratégicamente en el lado español, muy cerquita de la Raya, donde se los
vendían a los portugueses.
El
negocio del contrabando duró varias décadas y quizás los que transportaron las
mochilas a cuestas, como Manolo Estrella, fueron los que menos dinero ganaron.
Sufrieron lo indecible y vivieron siempre con el miedo en el cuerpo, ante la
presencia de tantos civiles como en el pueblo había, para tratar de cortarles
el paso, cosa que no siempre ocurrió.
En
este último periodo de su vida, Manolo recordaba con mucho cariño sus andanzas
y correrías y así se lo expresa a los medios de la prensa que requerían su
presencia. No hay duda que, lo mismo que él, el resto de hombres que también
entraron en este negocio, se merecen un respeto y hasta un homenaje, como han
hecho en algunos pueblos fronterizos, donde le han dedicado un grupo
escultórico situado en un lugar céntrico de la población. El mochilero ya es
historia y nosotros hemos tenido la suerte de haber tenido a un vecino de
excepción que nos la ha contado de viva voz, Manuel Margullón, conocido como
Manolo Estrella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario