viernes, 22 de marzo de 2013

ADIOS AL INVIERNO. EL BRASERO





EL BRASERO





                 Por fin ha llegado la Primavera y con ella el buen tiempo. Los días se nota que alargan sus horas y pasear en las tardes soleadas es un placer que a todos nos gusta realizar.


                Atrás quedan las sentadas en el saloncito viendo la tele sin poder salir a la calle y, como hay tiempo para mucho, algunos recordaran lo  duros que fueron los inviernos de no hace tantos años. Tampoco el tiempo de ahora es igual que el de  antaño, aunque quizás no lo apreciemos  mucho debido a que, actualmente,  las viviendas de ahora están mejor acondicionadas que las que tuvieron nuestros padres. El progreso de estos años ha sido tan grande que basta mirar a nuestro alrededor para ver la cantidad de aparatos eléctricos que nuestras mujeres a lo largo del día utilizan. 



La Cruz del Nazareno pasa junto a los balcones de la calle Mayor.

            Así es como se vivía sin apenas protestar por nada, aunque había un remedio buenísimo para combatir las bajas temperaturas, el cual merece ser recordado. Nos referimos al brasero de picón, un recipiente de chapa galvanizada,  lleno de brasas candentes, con dos asas para no quemarte. Normalmente se colocaban bajo la mesa, en un soporte de madera al que llamaban  tarimilla, donde se incrustaba el brasero. Las amas de casa, para proteger que nada cayese sobre las ascuas, utilizaban la alambrera como barrera protectora, no faltando a su lado su fiel compañera la badila como reina soberana, única capaz de lograr que el frío se alejase del entorno de los que estaban sentados a la mesa. Seguramente que muchos de nosotros recuerda haber escuchado alguna vez la famosa frase para que alguno de los presente “echara una firmita”, lo que es lo mismo, que con badila moviesen las brasas, ya que al oxigenarse enrojecían.

           Los braseros además de calentar la casa, creaban puestos de trabajo para los jornaleros de una industria artesana donde, cuantos querían, en caso de no tener otro trabajo mejor remunerado, se colocaban. Bastaba con tener un burrito de carga y salir a la sierra, un paraje cercano, donde las jaras no faltaban. Indispensable que por el lugar corriese el agua de  un regato cercano para coger la que necesitarían durante el proceso de combustión y volver al pueblo con los sacos cargados dispuestos para su venta.
Durante los meses de invierno, en cada casa de vecino, los braseros se encendían desde por la mañana. Para hacerlo, había que practicar todo un arte, por ello se utilizaban fórmulas diferentes. Soplando con un cartón. Con un soplillo y poniendo encima unas cuantas de brasas arropadas con un trozo de papel de  aluminio, aunque la mejor y la última era colocando encima un tubo cilíndrico.  Después, una vez encendido,  se arropaba con cenizas de la vez anterior y a disfrutar de la mejor fuente de calor que existía bajo una mesa camilla, sus faldas de diversos colores y el famoso tapete de hule, en la mayoría de los casos xerigrafiado con el mapa de España.


Primavera. Cerezo en flor.

              Bajo aquel hule tan familiar, que apenas se retiraba de la mesa un momento para sacudir las migas de pan que habiesen caído durante la comida, había toda clase de historias. Se guardaban las cartas de la correspondencia de los familiares, el recibo de la luz, las fotografías que enviaban los que estaban fuera, los apuntes que se iban haciendo de cosas que se debían, y hasta se anotaba en un papel y se guardaba, el día que alguno de la familia le tocaba ir al médico. Levantando el hule aparecían las intimidades de la familia, parte de la memoria y los recuerdos casi olvidados.

            Por ser el lugar más caliente de la casa y con la idea de que no cogieran frío, las madres subían a los pequeñines encima de la camilla, donde les cambiaban la muda y,  cuando una persona enfermaba guardando cama, si tenía ganas de levantarse, la acercaban hasta la camilla, la sentaban en el sillón y  le echaban algo de abrigo por los hombros  y allí se recuperaba mucho mejor que en el húmedo y frío dormitorio.

          En la camilla rodeada de sillas y sillones comía la familia y se reposaba después. En la misma sala solía haber otra mesa auxiliar apoyada en la pared, donde estaba el aparato de radio: un armatoste de madera con  cristal frontal con un dibujo en el centro en forma de circulo con los nombres de las emisoras a su alrededor y una aguja que se movía a voluntad.  En la parte de abajo había unos botones con el filo dorado que eran los mandos.


Aparato de radio.

         Después del diario hablado de noticias, al que llamaban “el parte”, y  que siempre era el mismo en cualquier emisora que se sintonizara, los oyentes escuchaban los discos dedicados. A veces entre canción y canción  pasaban minutos, que los locutores consumían dando pueblos y nombres de personas a las que otras personas les dedicaban el mismo disco. Este programa en la radio tuvo tanto éxito que en cada pueblo había un agente comercial encargado de cobrar y enviar los mensajes a la dirección de la emisora. Los textos que las ondas emitían,  eran especies de maqueta cambiando solamente el nombre de las personas,  más o menos eran así:

            --En La Codosera, en el día de su cumpleaños, para Fulanita la niña más bonita, de sus padres que la quieren mucho  y deseándole que cumpla muchos más.

              Escuchando la radio las señoras tomaban café, y la que quería, bollos de leche. Las vecinas se visitaban llevando con ellas la costura y el ovillo y las agujas de hacer punto. Se emocionaban con los seriales y disfrutaban oyendo el programa de discos dedicados. Con la sintonía de “Yo soy aquel negrito del África tropical…”, que era la marca que patrocinaba el serial, las mujeres dejaban de hablar y les daban vueltas al botón, elevando el volumen del receptor.

        --!!Vamos anda!! ¡Arrímate al brasero!

         Se le decía al visitante, al vecino y al amigo que llegaba, y todos les hacían un hueco para que se apretujaran alrededor de la mesa,  porque allí cabía todo el mundo.

El paso del Nazareno 50 años atrás.


           Sentados al brasero, en círculo, sobre la mesa redonda, las familias y conocidos se miraban unos a los otros, frente a frente, mirándose a los ojos, en francas tertulias donde se hablaba de todos o casi de todo lo que había sucedido durante el día. Unos a otros se sometían al juicio de los presentes donde los mayores opinaban y los pequeños callaban por no tener voz ni voto. A la camilla se sentaba el novio de la hija recién llegado y no le quedaba otra que someterse a la disciplina de la familia. También llegaban cada tarde  las vecinas a rezar el rosario con la dueña de la casa. Y los que no faltaban cada tarde, al anochecer, eran los amigos y amigas de los hijos de la familia donde, para entretenerse los unos con los otros, jugaban al parchís, a la oca, a las prendas  o al veo- veo.

      Al calor de brasero, casi todo lo que había era bueno, aunque no faltaban  sus  inconvenientes, en especial,  cuando alguna persona recién llegada y arrecia de frío ponía encima la  famosa zapatillas de suela de goma y no se daba cuenta. Pasado un rato olía mal en toda la sala y la gente saltaba de la silla protestando, ya que las ventanas no se podían abrir por el frío que entraba de la calle. Otras veces, el tufo podría ser un excremento del gato quemándose o un trozo de leña mal carbonizada. La solución inmediata era que había que sacar el brasero a la calle hasta que los malos olores desaparecían.

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