sábado, 16 de febrero de 2013

EL TIO PEQUENO



Paraje de Bacoco en la frontera con Portugal. 

             La libre circulación de personas entre los territorios de España y Portugal fue una de las cláusulas pactadas en el tratado de independencia de los portugueses en el año 1648 y, aunque en la práctica a través del tiempo, dichas normas no se respetaron, para los ciudadanos asentados en las zonas rayanas,  no hubo obstáculos ni impedimentos para circular y asentarse en aquellos lugares que, por vínculos familiares, por intereses económicos o de amistad, creyeron oportuno quedarse a vivir.  Y es precisamente en La Codosera donde  estas circunstancias se encuentran más generalizadas.

En el aspecto económico y hasta mediados del XIX, las reyertas en la zona de la raya eran frecuentes por la indefensión administrativa que tuvieron que sufrir sus habitantes al no existir jurisdicción sobre las propiedades de la franja fronteriza denominada tierra de nadie.  


Las torres de La Codosera. 


La inexistencia de comunicaciones entre estos territorios para comunicarse con los núcleos urbanos mejor situados, fue otro de los factores que hizo que las personas que habitaban en caseríos perdidos en la distancia, se acostumbraran a arreglarse los problemas por su cuenta sin tener que recurrir a leyes, que para ellos no existían.

Entre las personas que circulaban en tiempos pasados sin la  documentación necesaria por nuestro país, hasta su fallecimiento en los años ochenta, en La Codosera vivió un personaje muy singular de procedencia portuguesa sobre el que vamos a tratar de hacer una semblanza, nos referimos al señor José, conocido con el apodo del Tio Pequeno.





El Tío Pequeno, en el centro de la imagen.
              
                Conocido por sus excentricidades, no se le conocía mujer y vivía en la ribera de Jola, en una casita situada en una finca de su propiedad, acompañado de una fiel asistenta que le cuidaba. Esta señora, además de cuidarle y realizar las tareas domésticas, trabajaba como un obrero más en las faenas agrícolas y cuidando el ganado, de sol a sol, como era preceptivo en aquellos duros años de los que hablamos. 

                  Sin apenas saber leer ni escribir,  estaba dotado de una imaginación fuera de lo común. Dionisio Nicolás, es uno de los vecinos del pueblo que, conociéndolo desde su infancia, no dejó de tratarlo a lo largo de su vida.   Sus contactos se iniciaron en los años de pos guerra,  cuando de pequeño iba junto con otros compañeros a comprarle la corcha que, posteriormente y de

de contrabando llevaban a Portugal.


Castillo de Alegrete. 


-"Éramos un grupo los que nos dedicábamos a pasarla, cada uno de nosotros cargaba la que con sus fuerzas podía hasta llegar mas allá de la la frontera, en la ribera de Alegrete. Desde allí, cuesta arriba, subíamos hasta  lo del Pirulito, un negociante de la Raya que nos la compraba. Como nosotros, al negocio de la corcha ibamos un grupo importante, así que, el día que ibamos a por ella en la finca del señor José donde, su costumbre era estar presente en el trato, a pesara de tener contratados unos cuantos de trabajadores. Uno de ellos era su encargado, en el que despositaba su confianza,  sobre todo el que vigilaba que el peso fuese correcto, suponemos por su seriedad al ser guardia civil retirado. Lo de trabajar los civiles cuando se retiraban era casi normal, el encargado no solo trabaja con el señor José si no, cuando llegaba a casa, lo hacía en su taller como zapatero. Sin embargo, para con el dinero, el señor José no se fiaba de nadie y para cobrarnos la corcha nos esperaba a la salida de la finca, dentro de una especie de cobertizo que se habia montado con su ventanilla inclusive. 




Proximidades de Alegrete. 

A simple vista, nada más verlo, se apreciaba por su figura y sus vestimentas que era un hombre rayano, además de enjuto, de baja estatura, con ojos pequeños y un gran mostacho. De piel curtida,  quemada por la cantidad de horas que pasaba expuesto al sol. En invierno su capote alentejano era parte de sus vestimentas sin olvidar el acento portugués que le delataba su procedencia. 

  Para sujetarse el pantalón utilizaba tres cinturones a distintas alturas de la cintura que tenían su explicación. Como padecía de una hernia inguinal y, a modo de braguero, de una tabla de madera  había hecho una pieza a medida para sujetársela  con un par de cinturones,  siendo el tercero  para apretarse los pantalones. 

Su casa, en el paraje de la ribera de Jola  no estaba lejos del casco urbano, al que se desplazaba con bastante frecuencia utilizando su vieja burra. Nuestro Amigo Dionisio aún recuerda la cantidad de veces que le vió  entrar en la fragua donde el trabaja para encargar algunas de sus invenciones 

   Uno de los primeros encargos que le hizo al herrero fue el sombrero de lata  para no mojarse cuando llovía. Como le fue bien, en los diás posteriores encargó algunas unidades más para sus empleados. Posteriormente y de chapa, encargó un carro con el que llamaba la atención del vecindario, por el ruido que hacían las latas circulando por las calles del pueblo. Del carro pasó a las tejas de la casa que las sustituyó por planchas metálicas, con lo que acabó con las goteras. Después del primer carro de lata encargó otro con ruedas desiguales,  una mayor que la otra, con objeto de utilizarlo en su finca, donde parte del terreno estaba inclinado. El único problema del carro que no resolvió fue tener que circular, girando alrededor del cerro, siempre en la misma dirección. 

Le encantaba la disciplina que sumándolo a su seriedad como persona, hacían de él un hombre honesto y cumplidor con sus compromisos. 

 En uno de los viajes que hizo a Badajoz, en las calles próximas a la Plaza Alta, encontró una tienda donde vendían ropa usada de militares. Cuando salió de allí había comprado  uniformes completos para cada uno de sus empleados, entre los cuales había uno con galones de cabo, que se lo adjudicó al encargado, y a los demás los vistió de soldado raso.

Vistas de La Codosera y su entorno.

Un día que vino a la feria, al ver el carro de los helados, se quedó pensativo y propuso al feriante que se lo vendiera. Le compró carrito estrecho con cuatro ruedas, donde cabían dos garrafas, espacio que utilizó aquel año cuando sacó las patatas de la tierra, y el carrito,  al ser tan estrecho, cabía perfectamente por los surcos sin dañar a  las plantas.

Mientras que la mayoría de las gentes iban a buscar el agua a la fuente, a su casa llegaba sola.  Sin que nadie le asesorar, sin ayuda de nadie, instaló una serie de tuberías que, cruzando un terreno irregular de fuertes altibajos para que llegara el agua hasta su casa.

La vivienda tenía una única habitación donde repartidos por la estancia, están  los enseres imprescindibles para subsistir. En una esquina sobre una piedra  hacía la lumbre sobre la que apoyaba la trébede, sobre la que cocinaba. En el centro había un una mesa rodeada de algunas sillas y, más alejado, unos cuantos asientos de corchos, hechos a mano, que bordeaban el hogar.

De la misma manera, las camas eran originales. En una de la paredes había cavados dos huecos a media altura, uno para él y  el otro para la señora, especie de nichos  forrados de piedras de pizarra donde, ambos y por separado, dormían plácidamente.


Atardecer en La Codosera. 



Con los años se hizo mayor y su salud se vio mermada, por lo que,  sus problemas de movilidad le obligaron a tener  que abandonar su peculiar cueva  y comprarse una cama. Aún acostado en ella le costaba incorporarse cada día, por lo qué, se pasó por la herrería y compró algunas carruchas o poleas que ancló en el techo de la habitación, por las que pasaba una cuerda resistente que, tirando de ellas, utilizaba cada vez que tenía que levantarse.

        Con su fallecimiento, el pueblo perdió a uno de sus personajes populares más peculiares, un buen hombre, trabajador, responsable y muy querido por sus vecinos, en un pueblo que,  como La Codosera, a nadie se le pregunta, desde siempre, de donde viene, si no que, como al señó José, se le abren los brazos y se celebra que aquí se quede a vivir, un lugar donde, por muchos motivos, merece la pena. 

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