La libre circulación de personas entre los territorios de España y Portugal fue una de las cláusulas pactadas en el tratado de independencia de los portugueses en el año 1648 y, aunque en la práctica a través del tiempo, dichas normas no se respetaron, para los ciudadanos asentados en las zonas rayanas, no hubo obstáculos ni impedimentos para circular y asentarse en aquellos lugares que, por vínculos familiares, por intereses económicos o de amistad, creyeron oportuno quedarse a vivir. Y es precisamente en La Codosera donde estas circunstancias se encuentran más generalizadas.
En el aspecto
económico y hasta mediados del XIX, las reyertas en la zona de la raya eran
frecuentes por la indefensión administrativa que tuvieron que sufrir sus
habitantes al no existir jurisdicción sobre las propiedades de la franja
fronteriza denominada tierra de nadie.
La inexistencia de
comunicaciones entre estos territorios para comunicarse con los núcleos urbanos
mejor situados, fue otro de los factores que hizo que las personas que
habitaban en caseríos perdidos en la distancia, se acostumbraran a arreglarse
los problemas por su cuenta sin tener que recurrir a leyes, que para ellos no
existían.
Entre las personas que circulaban en tiempos pasados sin la documentación necesaria por nuestro país, hasta su fallecimiento en los años ochenta, en La Codosera vivió un personaje muy singular de procedencia portuguesa sobre el que vamos a tratar de hacer una semblanza, nos referimos al señor José, conocido con el apodo del Tio Pequeno.
El Tío Pequeno, en el centro de la imagen.
Conocido por sus excentricidades, no se le conocía mujer y vivía
en la ribera de Jola, en una casita situada en una finca de su propiedad,
acompañado de una fiel asistenta que le cuidaba. Esta señora, además de cuidarle y realizar las tareas domésticas, trabajaba como un obrero más en las faenas agrícolas y cuidando el ganado, de sol a sol, como era preceptivo en aquellos duros años de los que hablamos.
Sin apenas saber leer ni escribir, estaba dotado de una imaginación fuera de lo común. Dionisio Nicolás, es uno de los vecinos del pueblo que, conociéndolo desde su infancia, no dejó de tratarlo a lo largo de su vida. Sus contactos se iniciaron en los años de pos guerra, cuando de pequeño iba junto con otros compañeros a comprarle la corcha que, posteriormente y de
de contrabando llevaban a Portugal.
-"Éramos
un grupo los que nos dedicábamos a pasarla, cada uno de nosotros cargaba la que con sus fuerzas podía hasta llegar mas allá de la la
frontera, en la ribera de Alegrete. Desde allí, cuesta arriba, subíamos hasta lo del Pirulito, un negociante de la Raya que nos la compraba. Como nosotros, al negocio de la corcha ibamos un grupo importante, así que, el día que ibamos a por ella en la finca del señor
José donde, su costumbre era estar presente en el trato, a pesara de tener contratados unos cuantos de trabajadores. Uno de ellos era su encargado, en el que despositaba su confianza, sobre todo el que vigilaba que el peso fuese correcto, suponemos por su seriedad al ser guardia civil retirado. Lo de trabajar los civiles cuando se retiraban era casi normal, el encargado no solo trabaja con el señor José si no, cuando llegaba a casa, lo hacía en su taller como zapatero. Sin embargo, para con el dinero, el señor José no se fiaba de nadie y para cobrarnos la corcha nos esperaba a la salida de la finca, dentro de una especie de cobertizo que se habia montado con su ventanilla inclusive.
Proximidades de Alegrete.
A simple vista,
nada más verlo, se apreciaba por su figura y sus vestimentas que era un hombre rayano, además de enjuto, de baja estatura, con ojos pequeños y un gran
mostacho. De piel curtida, quemada por la cantidad de horas que pasaba expuesto al sol. En invierno su capote alentejano era parte de sus vestimentas sin olvidar el acento portugués que le delataba su procedencia.
Para sujetarse el pantalón utilizaba tres cinturones a distintas alturas de la cintura que tenían su explicación. Como padecía de una hernia inguinal y, a modo de braguero, de una tabla de madera había hecho una pieza a medida para sujetársela con un par de cinturones, siendo el tercero para apretarse los pantalones.
Para sujetarse el pantalón utilizaba tres cinturones a distintas alturas de la cintura que tenían su explicación. Como padecía de una hernia inguinal y, a modo de braguero, de una tabla de madera había hecho una pieza a medida para sujetársela con un par de cinturones, siendo el tercero para apretarse los pantalones.
Su casa, en el paraje de la ribera de Jola no estaba
lejos del casco urbano, al que se desplazaba con bastante frecuencia utilizando su vieja burra. Nuestro Amigo Dionisio aún recuerda la cantidad de veces que le vió entrar en la fragua donde el trabaja para encargar algunas de sus invenciones
Uno de los primeros encargos que le hizo al herrero fue el sombrero de lata para no mojarse cuando llovía. Como le fue bien, en los diás posteriores encargó algunas unidades más para sus empleados. Posteriormente y de chapa, encargó un carro con el que llamaba la atención del vecindario, por el ruido que hacían las latas circulando por las calles del pueblo. Del carro pasó a las tejas de la casa que las sustituyó por planchas metálicas, con lo que acabó con las goteras. Después del primer carro de lata encargó otro con ruedas desiguales, una mayor que la otra, con objeto de utilizarlo en su finca, donde parte del terreno estaba inclinado. El único problema del carro que no resolvió fue tener que circular, girando alrededor del cerro, siempre en la misma dirección.
Le encantaba la disciplina que sumándolo a su seriedad como persona, hacían de él un hombre honesto y cumplidor con sus compromisos.
Uno de los primeros encargos que le hizo al herrero fue el sombrero de lata para no mojarse cuando llovía. Como le fue bien, en los diás posteriores encargó algunas unidades más para sus empleados. Posteriormente y de chapa, encargó un carro con el que llamaba la atención del vecindario, por el ruido que hacían las latas circulando por las calles del pueblo. Del carro pasó a las tejas de la casa que las sustituyó por planchas metálicas, con lo que acabó con las goteras. Después del primer carro de lata encargó otro con ruedas desiguales, una mayor que la otra, con objeto de utilizarlo en su finca, donde parte del terreno estaba inclinado. El único problema del carro que no resolvió fue tener que circular, girando alrededor del cerro, siempre en la misma dirección.
Le encantaba la disciplina que sumándolo a su seriedad como persona, hacían de él un hombre honesto y cumplidor con sus compromisos.
En uno de los
viajes que hizo a Badajoz, en las calles próximas a la Plaza Alta, encontró una
tienda donde vendían ropa usada de militares. Cuando salió de allí había
comprado uniformes completos para cada
uno de sus empleados, entre los cuales había uno con galones de cabo, que se lo adjudicó al
encargado, y a los demás los vistió de soldado raso.
Un día que vino a
la feria, al ver el carro de los helados, se quedó pensativo y propuso al
feriante que se lo vendiera. Le compró carrito estrecho con cuatro ruedas, donde
cabían dos garrafas, espacio que utilizó aquel año cuando sacó las patatas de
la tierra, y el carrito, al ser tan estrecho, cabía perfectamente por los
surcos sin dañar a las plantas.
Mientras que la
mayoría de las gentes iban a buscar el agua a la fuente, a su casa llegaba
sola. Sin que nadie le asesorar, sin
ayuda de nadie, instaló una serie de tuberías que, cruzando un terreno
irregular de fuertes altibajos para que llegara el agua hasta su casa.
La vivienda tenía
una única habitación donde repartidos por la estancia, están los enseres imprescindibles para subsistir. En
una esquina sobre una piedra hacía la
lumbre sobre la que apoyaba la trébede, sobre la que cocinaba. En el centro
había un una mesa rodeada de algunas sillas y, más alejado, unos cuantos
asientos de corchos, hechos a mano, que bordeaban el hogar.
De la misma manera,
las camas eran originales. En una de la paredes había cavados dos huecos a
media altura, uno para él y el otro para
la señora, especie de nichos forrados de
piedras de pizarra donde, ambos y por separado, dormían plácidamente.
Con los años se
hizo mayor y su salud se vio mermada, por lo que, sus problemas de movilidad le obligaron a
tener que abandonar su peculiar
cueva y comprarse una cama. Aún acostado
en ella le costaba incorporarse cada día, por lo qué, se pasó por la herrería
y compró algunas carruchas o poleas que ancló en el techo de la habitación, por
las que pasaba una cuerda resistente que, tirando de ellas, utilizaba cada vez que tenía que
levantarse.
Con su fallecimiento, el pueblo perdió a uno de sus personajes populares más peculiares, un buen hombre, trabajador, responsable y muy querido por sus vecinos, en un pueblo que, como La Codosera, a nadie se le pregunta, desde siempre, de donde viene, si no que, como al señó José, se le abren los brazos y se celebra que aquí se quede a vivir, un lugar donde, por muchos motivos, merece la pena.
Con su fallecimiento, el pueblo perdió a uno de sus personajes populares más peculiares, un buen hombre, trabajador, responsable y muy querido por sus vecinos, en un pueblo que, como La Codosera, a nadie se le pregunta, desde siempre, de donde viene, si no que, como al señó José, se le abren los brazos y se celebra que aquí se quede a vivir, un lugar donde, por muchos motivos, merece la pena.
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