La plaza y la Iglesia.
Estos primero días del mes de
febrero me traen a la memoria como eran los inviernos de mediados de los años
cincuenta, un periodo de carencias en España de casi de todo y por supuesto no existía la
calefacción en las casas. Eran inviernos muy lluviosos y fríos, quizás se
notaban que eran más fríos que los de ahora porque los niños de entonces apenas nos
abrigábamos, no porque no quisiéramos, inicialmente porque en los armarios escaseaba ropa.
Eran los años de la pos
guerra, los mas duros de nuestra historia en todos los aspectos en los cuales, a los niños, los mayores apenas nos hacían caso. Los chavales que querían iban a la escuela y los que
no iban, sus padres ni se preocupaban. Durante el día los pequeños se juntaban
con los mayores y pasaban el rato jugando en calles y plazas y, cuando hacía
frío, como ahora, jugaban a correr por las calles del pueblo. Si era al
escondite, los críos volaban a esconderse lejos, allí donde menos lo
encontraran. Los saltos también eran continuos. Se saltaba constantemente como
una manera de no pasar frío.
A casa se iba solo a comer, después, corriendo a la calle y a jugar otra vez con todos. Eso
si, las niñas por un lado y los niños apartados. Eso era sagrado. Si un niño
jugaba con una niña le decían que era mariquita, así que a ninguno se le
ocurría juntarse con ellas.
Al anochecer, las primeras en
recogerse eran las niñas. Los niños tenían más libertad y se quedaban jugando
hasta que las bombillas de la calle se encendían. De tanto corretear durante el
día, a estas horas ya estaban cansado y procuraban agruparse en alguna plaza
res guardados del frío. Uno de los entretenimientos del agrado de la mayoría era
hacer lumbre, por lo que había que ir al
Cabezo a buscar leña. Existían reglas, y una era que “el que no traía ramas, no se calentaba”. La diversión comenzaba partiendo
todos juntos camino del monte y ver quien traía más cantidad.
A la vuelta, los que iban
llegando colocaban los haces en el centro de la plaza, un lugar por el cual a
aquellas horas ya no pasaba casi nadie, y se iban amontonando. Después había
que encenderla y eso ya era un problema. Esperaban que pasara algún hombre y
les dejara el mechero, de aquellos que tenían rueda y girándola una y otra vez,
a través de la piedra, hasta que lograban prender la mecha. Otras veces había que
entrar en la casa de cualquier vecina y pedirle a la dueña de la casa algunas
brasas encendidas, de las que no faltaban en los fogones de las cocinas.
Con un poco de suerte, si la leña
estaba seca, encenderla era cosa cantada. Lo peor era cuando estaba mojada, que
en estos meses de invierno era lo habitual. En estos casos se armaba un revuelo para ver
quien era el más hábil y tenía mejor madrina.
La humareda que salía era la
antesala del fuego que repelía a los que estaban en primera línea. Cuando
surgían las llamaradas se armaba un revuelo, ya que el fuego era el revulsivo
que necesitaba el grupo para animarse, mientras, los mandones no dejaban de dar
órdenes como si aquello fuese suyo,
mientras que el resto tonteaban alrededor de la
lumbre.
Después de pegar algunos estallos al
quemarse los palos mojados. Pasado el primer susto al ambiente se calmaba. Era
la hora de los retos, cuando los más atrevidos con sus saltos se lucían ante
sus compañeros. Lanzarse de un extremo al otro por encima de las llamas era
correr un riesgo al que no todos se atrevían.
El objetivo del juego era quitarse de
encima el frío de la noche que ya había llegado. Con semejante fuente de calor
tan cercana, los chicos del grupo ya no tenían frío, muchos de ellos estaban
allí , quizás, más caliente que en sus casas, donde les esperaba la cena y después
a la cama donde encontrarían las sábanas frías y puede que hasta húmedas. Así que, pensaban que en la plaza ,se lo estaban pasando muy entretenidos
y además no pasaban frío.
Cuando desaparecían las
llamas, quedaba el rescoldo, y al calor de las brasas se sentaban en círculo.
Era la hora más interesante de la jornada. La de los relatos y de los cuentos,
donde la fantasía de los pequeños se desbordaba escuchando a los mayores. Una
practica muy corriente, no solo cuando se contaban relatos, si no en el
lenguaje habitual de los mayores con los niños, era contarle algo para meterles
miedo.
Hablarles de miedos a los niños era un tema cotidiano,
por cuanto las normas eran educar a los hijos en el temor, induciendo les recelo
a todo lo desconocido. Al niño se controlaba con el miedo, por eso las
historias que se contaban despertaban su interés. Se contaban historias de
lobos, diciéndoles que alguien los había visto merodeando por los alrededores
del pueblo y que incluso se comían a las
niñas. El hombre del saco no faltaba y cualquier persona con un costal
al hombro, aunque éste fuese para llenarlo de hierbas, había que huir nada más verlo. Por no hablar del Sacamantecas,
que con un cuchillo largo deambulaba por las esquinas para llevarse a los
pequeños.
Con el repertorio agotado y el miedo dentro del cuerpo, rendidos de bregar todo el día, el grupo de mozalbetes se disolvía y cada uno marchaba por donde había llegado. La plaza quedaba vacía y en silencio, a veces roto por el maullar de los gatos y el ladrido de algún perro, mientras que, la tenue luz de dos viejas farolas ancladas en los extremos del cuadrado, era insuficiente para vislumbrar siquiera las siluetas de
las viejas viviendas.
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